Cuando leí por primera vez “LOS LUGONES”, este texto
teatral de Cristian Palacios sobre esta saga familiar argentina, sentí como
director de escena estar ante un gran reto para convertir en materia escénica
lo que era una gran propuesta literaria. La estructura que propone el autor,
así como su lenguaje me hicieron caer en la tentación de averiguar más sobre la
extensa relación de hechos que Cristian enlazaba en una especie de oratorio de
fantasmas del pasado, con resonancias del presente. Lógicamente, para un
extranjero es más difícil desentrañar claves que para los ciudadanos argentinos
tendrán referencias, sin duda trágicas y crueles, pero también cargadas de
emotividad. Me consta cómo determinados relatos y personajes que aparecen en
esta propuesta tienen ecos reales en personas que he ido conociendo a través de
mis visitas a este fascinante país. Incluso tienen un eco cierto hasta en
determinadas personas de este excelente elenco con el que he realizado la
travesía de un montaje lleno de búsquedas en diferentes planos de su
decodificación escénica.
El rigor con el que se ha trabajado me ha llenado de
momentos de intensa emotividad. La Compañía nacional de Fósforos siempre me
quemó con sus propuestas y ahora les acompaño en una aventura para, sin duda,
abrir nuevos caminos escénicos. Este es un montaje austero, desarrollado en
cooperativa y, por ello, rejuvenece mi espíritu de viejo militante del teatro
independiente.
Después de unos meses de investigar en la Historia
se me cruzó en el camino la idea de sacar del armario algunas ideas del
movimiento de comienzos del Siglo XX llamado Teatro del Grand Guignol, creado
por el director Oscar Méténier.
Este movimiento basó su comunicación escénica en
llevar al extremo la provocación sensorial a través de la utilización de
imágenes violentas y muy crudas que, luego hemos podido ver en el “teatro de la
crueldad”, en ciertas experiencias del modelo Fura dels Baus o en llamado “cine
gore”. Para los seguidores de la corriente del Grand Guignol ninguna estrategia
sádica, violenta, adrenalínica o melodramática le era ajena a su resultado.
Pero entre tanta acumulación hemoglobínica, tan
ajena a mi modo de entender la práctica escénica no me gustan los excesos, ni
los caminos obvios) encontré una frase de Méténier que me llamó mucho la
atención. Él decía que su intención era “sacudir los corazones” y, entonces, me
propuse el intento de hacer esa sacudida a través de la esencialidad de un
texto “Los Lugones”, un trabajo despojado en el espacio escénico y en la vía
actoral, para cargar la emotividad en las claves de esta historia real, pero
que a veces parece de ficción. Estar más cerca de la catarsis griega buscada
desde la narratividad de la historia y el cuerpo hablante de los actores que de
soportes tecnológicos o efectos teatrales banales.
Creo que el texto de Cristian Palacios es un gran
exorcismo. Su violencia interna se retrata a través de metáforas intelectuales
que la puesta en escena no debería oscurecer con falsos efectismos de salón.
La larga marcha de una familia que transita la
Historia de Argentina desde finales del siglo XIX hasta la última y cruel
Dictadura militar, convertida al final en una grotesca ceremonia de
simulaciones estériles, es una perfecta muestra de las luces y sombras de
tantas células familiares que son capaces de tener en su trayectoria desde insignes
poetas hasta despreciables torturadores. Y estos, además se van suicidando por
temas a veces tan poco compresibles como no haber sabido terminar la biografía
de un ilustre personaje o quizás, víctimas de sus propios demonios interiores.
Me vienen ahora a la mente dos ejemplos de grandes
autores teatrales que hubieran dado su propio punto de vista y, por cierto, muy
alejado también de cualquier naturalismo escénico. Estos dos genios son el
español Valle Inclán y el argentino Armando Discépolo. Uno inventa el
esperpento. Otro lleva al máximo de su esplendor “el grotesco” del Río de la
Plata.
Para uno son los espejos deformantes del Callejón
del Gato madrileño donde deben mirarse esos héroes convertidos en muñecos
degradados, pero llenos de vida y para otro, Discépolo, empleo sus propias
palabras:
“El grotesco no es para mí una fórmula, una receta,
sino un concepto, una opinión, no es un mejunje más o menos batido de comedia y
de drama, de risa y de llanto; no es que tome un dolor y lo tilde de chiste o a
una caricatura le haga verter lágrimas
para lograr en una sola obra las dos muecas de la máscara y contentar así en
una misma noche, a los que van al teatro a llorar o reír”.
Ojalá nos pudiéramos acercar, aunque fuera solo un
poco, a las lecciones de estos dos grandes maestros. Pero seguramente solo
podremos alcanzar sus reflejos. Pasar de la teoría a la práctica no es tarea
fácil, por eso mi profundo agradecimiento a todo este elenco que se ha
esforzado continuamente por entender lo que mi intuición me dictaba, pero tal
vez, mi técnica no alcance. Pero lo cierto es que en esta propuesta está puesta
toda la pasión del espíritu del teatro independiente y por eso valoro tanto la
voluntad de la Compañía Nacional de Fósforos.
“Los Lugones” como espectros que, por desgracia, se
siguen reproduciendo con otros nombres y en otros países, pero que sin duda
forman parte de un paisaje iberoamericano mezcla de humor, horror y contradicciones
que tanto han contribuido a tejer nuestras historias nacionales.
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